Frankenstein

Descubrí el monstruo cuando tenía diez años, en 1958, en Buenos Aires. Ese año tuve el privilegio de ponerme pantalón largo y, sobre todo, de que me permitieran asistir a la programación dominical de tarde del cine del barrio, el Cabildo, junto con un par de amigos y sin que nos acompañara un adulto. Aquellas sesiones dominicales estaban pensadas a lo grande. El teatro nos parecía la máxima expresión del lujo. Su interior imitaba a un palacio italiano de inspiración rococó en versión años treinta, con molduras doradas, viejas butacas de felpa roja en platea que olían a orina y, en el anfiteatro, asientos nuevos tapizados de vinilo que olían a lejía, un pesado telón de terciopelo color vino que enmarcaba el escenario y seis cariátides de un orientalismo sospechoso que nos arrancaban risitas lascivas porque, sobre sus corpiños verdes y dorados, aquellas bellezas de piel olivácea enseñaban las tetas. Por unos pesos de los prehistóricos se podía comprar una entrada que daba derecho a presenciar el espectáculo en directo que abría la sesión, varios cortos y tres largometrajes, e incluso te sobraba algo de calderilla para comprar una barrita Aero, que estaba hecha de chocolate y aire a partes iguales, como un queso de Gruyère en miniatura, o un paquete de Sugus, que eran unos caramelos blandos de frutas. Los mejores eran los rojos (los de fresa) y los peores, los verdes (de una menta que sabía a dentífrico). Pateábamos el suelo para exigir que levantaran el telón antiincendios, cubierto de anuncios de las tiendas locales; abucheábamos y silbábamos al desgraciado pianista que había venido a tocar para nosotros la Barcarola de Offenbach; reíamos a mandíbula batiente durante los dibujos animados o las historietas de Chaplin; y luego nos metíamos ya en situación y nos poníamos serios. Vale la pena remarcar que la primera tarde pusieron una trilogía de Frankenstein: Frankenstein, La novia de Frankenstein y Abbot y Costello contra los fantasmas. Nunca habíamos visto una película de Frankenstein, pero, como si fuera un arquetipo platónico, el conocimiento de lo que representaba (en la definitiva personificación de Boris Karloff) parecía haber arraigado en nosotros. Estábamos predispuestos a pasar miedo.

¿Qué preparación teníamos para enfrentarnos al miedo? Ninguna. Los lúgubres paisajes de la pantalla nos resultaban tan remotos como la visión que la lejana Centroeuropa y Hollywood nos daban de ellos, tan distintos eran de nuestra ciudad seudoparisina. Esas noches, el momento en que acecha el monstruo, de ululantes tormentas y postigos que golpean las ventanas, no nos decían nada (al menos si la memoria no me engaña), como si los vientos huracanados no formaran parte de las condiciones climatológicas de nuestra infancia. El terror que sentíamos al ver esas películas nos resultaba ajeno, como debería ser todo terror constructivo, y se nos aceleraba el pulso ante esa presencia que inspiraba temor y, en el sentido romántico del término, era sublime. Fue una pena que en inglés se eligiera la palabra «horror» en lugar de «terror» para definir el género que pretendía explorar la cara oculta de la imaginación. Existe una distinción clásica entre el terror y el horror que postula Ann Radcliffe, autora de Los misterios de Udolpho (1794). Radcliffe sostenía que el terror y el horror son de naturaleza distinta, porque el primero engrandece el alma y agudiza nuestras facultades, mientras que por el contrario el segundo las limita, las paraliza y, en cierto modo, las anula. «Ni en la poesía de Shakespeare o Milton, ni en las disquisiciones del señor Burke, se recurre al horror en estado puro como origen de lo sublime, sino que se admite que el terror es una de las causas primordiales de lo sublime. ¿Dónde podríamos establecer la diferencia fundamental entre el terror y el horror si no es en que este último se presenta acompañado de una sensación de oscura incertidumbre respecto al mal que se teme?»1 Boris Karloff, el monstruo por antonomasia, decía: «El horror posee una connotación de aborrecimiento y repugnancia. Yo prefiero emplear el término “terror”».2

La palabra «monstruo» (que procede de moneo, «aconsejar, advertir» o de monstro, «mostrar») parece implicar que los monstruos llevan un letrero escrito con grandes letras que dice: «Guárdate de adentrarte en estas tierras». Puesto que la sociedad puede definirse a partir de lo que excluye, su definición debería incluir de manera implícita (o explícita) lo que es su reverso. La normalidad precisa de la anormalidad, los lazos comunes delimitan la noción de lo desconocido y la conducta correcta refleja como una imagen invertida lo que no es aceptable. La imagen tradicional de nuestro ser social queda cercada por los parias, los extraños y las criaturas esperpénticas. No es de extrañar que los monstruos hayan estado acechando tras las puertas de la ciudad desde los primeros vestigios que se tienen de la literatura. Un texto babilónico de 2800 a.C. divide a los monstruos en tres clases: los monstruos que lo son por exceso (los gigantes), los que lo son por defecto (como, por ejemplo, los enanos o las criaturas deformes) y los que lo son por partida doble (los gemelos siameses). Si bien la existencia de un monstruo de estas dos últimas categorías podía interpretarse como una buena o una mala señal en función de diversas circunstancias, un monstruo de la primera categoría siempre llevaba consigo la desgracia.3 En el folclore europeo, desde el Polifemo de Ulises hasta el gigante de Grimm, el monstruo es una criatura que actúa por instinto y no reflexiona, un bruto al que fácilmente se engaña y cuyas proporciones no le otorgan las cualidades exquisitas de otras bestias de gran tamaño. El monstruo de Frankenstein es el paradigma de este exceso: no solo sus miembros son enormes y su cuerpo es el de un gigante, sino que él mismo es el resultado de haber magnificado los poderes creativos del ser humano, el producto de una imaginación que se expande más allá de sus fronteras y de los límites sociales y se adentra en los confines de lo que siempre ha estado y estará prohibido.

En un artículo titulado «The Body of Frankenstein’s Monster», Cecil Helman, basándose en el testimonio de diversos antropólogos e historiadores, hizo hincapié en la curiosa reciprocidad que existe entre las diversas imágenes de nuestro cuerpo personal y del cuerpo político. Para Helman, la sociedad que inventó a Frankenstein (tanto la Inglaterra de Shelley de principios del siglo XIX como la América o la Europa de Whale de los años treinta) «es una sociedad masculina en estado puro, violenta e inarticulada, que surge en un contexto dominado por el feudalismo y la vida agraria. En ella se entretejen diversos elementos antiguos, recogidos de distintas épocas pasadas, que se hilvanan en el mismo cuerpo político. La ciencia y la electricidad mueven sus resortes, pero su cerebro es el de un criminal».4 Es cierto, pero la riqueza metafórica de la imagen del monstruo es mucho mayor. Abarca una sociedad tecnócrata de implantes corporales y milagros genéticos, así como a sus precursores, las industrias satánicas y las leyes de Malthus, pero también refleja esa tierra de nadie que existe más allá de los límites de la sociedad, una tierra para la que carecemos de vocabulario y cuya geografía apenas reconocemos vagamente en sueños.

Quizá esto fue lo que de un modo somero sentimos a los diez años cuando íbamos al teatro a ver cine de adultos: que, más allá de los límites que nos imponían los padres y los profesores, al margen de transgredir las conductas aceptables y las normas de la vida diaria, había algo más, tácitamente prohibido y por lo tanto tentador, innombrable y, precisamente por eso, terrorífico, más natural y real que la vida misma.

  1. LA CREACIÓN DE LA NOVIA

En 1912 Carl Laemmle senior, un alemán de origen judío que había emigrado a Estados Unidos en 1884, fundó Universal Film Manufacturing Company. Dos años después construyó la Universal City en un rancho de 230 acres situado en el valle de San Fernando. La Universal no tardó en ganarse la reputación de ser la mejor productora de películas de terror, género que inventó casi en solitario. En tan solo una década, la Universal produjo El jorobado de Notre Dame (1923) y El fantasma de la ópera (1925), ambas con el extraordinario Lon Chaney; El gato y el canario (1927), una inquietante y estremecedora película de miedo con Laura La Plante; Drácula (1931), con el tristemente famoso Bela Lugosi; La momia (1932), protagonizada por Karloff; El hombre invisible (1933), con Claude Rains; El gato negro (1934), también con Karloff y, cómo no, la saga de Frankenstein. Gran parte de estos clásicos se filmaron bajo la supervisión del sobrino de Laemmle, Carl Laemmle junior, que fue nombrado jefe de producción en 1929.

En 1935, a pesar de los éxitos de la década anterior, la Universal se vio en graves apuros económicos y Laemmle junior anunció que solo iba a producir siete películas ese año, y que empezaría por la que creía que iba a convertirse en un éxito seguro y apoteósico: El retorno de Frankenstein.