Stephen King

CAJA DE SEGURIDAD

1

El segundo día de diciembre de un año en el que un hombre que se dedicaba al cultivo de cacahuetes en Georgia hacía negocios en la Casa Blanca, uno de los mejores complejos hoteleros de Colorado ardió hasta los cimientos. El Overlook fue declarado siniestro total. Tras una investigación, el jefe de bomberos del condado de Jicarilla dictaminó que la causa había sido una caldera defectuosa. En el hotel, que permanecía cerrado en invierno, solo había cuatro personas cuando ocurrió el accidente. Sobrevivieron tres. El vigilante de invierno, John Torrance, murió en el infructuoso (y heroico) intento de reducir la presión de vapor en la caldera, que había alcanzado niveles desastrosamente altos debido al fallo de una válvula de seguridad.

Dos de los supervivientes fueron la mujer del vigilante y su hijo. El tercero fue el chef del Overlook, Richard Hallorann, que había dejado su trabajo temporal en Florida para ir a ver a los Torrance porque, según sus propias palabras, había sentido «una fuerte corazonada» de que la familia tenía problemas. Los dos supervivientes adultos resultaron gravemente heridos en la explosión. Solo el niño salió ileso.

Físicamente, al menos.

2

Wendy Torrance y su hijo recibieron una compensación económica de la empresa propietaria del Overlook. No fue astronómica, pero les alcanzó para ir tirando durante los tres años que ella estuvo incapacitada para trabajar por culpa de las lesiones en la espalda. Un abogado al que la mujer consultó le informó de que, si estaba dispuesta a resistir y jugar duro, podría conseguir una suma mucho mayor, ya que la empresa quería evitar a toda costa un juicio. Pero Wendy, al igual que la empresa, solo quería olvidar ese desastroso invierno en Colorado. Se recuperaría, dijo ella, y así fue, aunque los dolores en la espalda la atormentaron hasta el final de su vida. Las vértebras destrozadas y las costillas rotas sanaron, pero nunca dejaron de lamentarse.

Winifred y Daniel Torrance vivieron en el centro-sur durante una temporada y luego bajaron a Tampa. A veces Dick Hallorann (el de las fuertes corazonadas) subía desde Cayo Hueso a visitarlos. Sobre todo al joven Danny. Les unía un estrecho vínculo.

Una madrugada, en marzo de 1981, Wendy telefoneó a Dick y le preguntó si podía ir. Danny, dijo ella, la había despertado en mitad de la noche y la había prevenido de que no entrara en el cuarto de baño.

Tras ello, el chico se había negado rotundamente a hablar.

3

Danny se despertó con ganas de hacer pis. Fuera el viento soplaba con fuerza. Era cálido —en Florida casi siempre lo era—, pero a él no le gustaba su sonido, y suponía que jamás le gustaría. Le recordaba al Overlook, donde la caldera defectuosa había sido el menor de los peligros.

Él y su madre vivían en un pequeño apartamento de alquiler en un segundo piso. Danny salió de la pequeña habitación, junto a la de su madre, y cruzó el pasillo. Sopló una ráfaga de viento y una palmera moribunda, al lado del edificio, batió sus ramas con estruendo. El ruido propio de un esqueleto. Cuando nadie estaba usando la ducha o el inodoro siempre dejaban la puerta del baño abierta, porque el pestillo estaba roto; sin embargo, esa noche la encontró cerrada. Pero no porque su madre estuviera dentro. Como consecuencia de las heridas faciales sufridas en el Overlook, ahora ella roncaba —unos débiles quip-quip—, y en ese momento la oía roncar en el dormitorio.

Bueno, simplemente debió de cerrarla por error.

Ya entonces sospechaba (él mismo era un muchacho de fuertes corazonadas e intuiciones), pero a veces uno tenía que saber. A veces uno tenía que ver. Era algo que había descubierto en el Overlook, en una habitación de la segunda planta.

Estirando un brazo que parecía demasiado largo, demasiado elástico, demasiado deshuesado, giró el pomo y abrió la puerta.

La mujer de la habitación 217 estaba allí, como él ya sabía. Estaba sentada en la taza del váter, con las piernas abiertas y unos enormes muslos pálidos. Sus pechos, de un tono verdoso, pendían como globos desinflados. La mata de vello bajo el estómago era gris y también sus ojos, que parecían espejos de acero. La mujer vio al muchacho y sus labios se estiraron en una mueca burlona.

Cierra los ojos, le había aconsejado Dick Hallorann mucho tiempo atrás. Si ves algo malo, cierra los ojos, repítete que no está ahí, y cuando vuelvas a abrirlos, habrá desaparecido.

Sin embargo, en la habitación 217, cuando tenía cinco años, no había funcionado, y tampoco funcionaría ahora. Lo sabía. Percibía el olor de ella. Se estaba descomponiendo.

La mujer —sabía su nombre: era la señora Massey— se levantó pesadamente sobre sus pies de color púrpura, con las manos extendidas hacia él. La carne le colgaba de los brazos, casi goteando. Sonreía como cuando lo hacemos al encontrar a un viejo amigo. O como ante una comida apetitosa.

Con una expresión que podría haberse confundido con la calma, Danny cerró la puerta con suavidad y retrocedió. Observó cómo el pomo giraba a la derecha… a la izquierda… otra vez a la derecha… y por fin dejaba de girar.

A pesar de que tenía ocho años y estaba atemorizado, era capaz de tener algún pensamiento racional. En parte porque, en algún rincón de su cabeza, llevaba tiempo esperándolo. Aunque siempre había pensado que sería Horace Derwent quien se presentaría tarde o temprano. O tal vez el camarero, aquel a quien su padre había llamado Lloyd. No obstante, debería haberse imaginado que sería la señora Massey incluso antes de que sucediera. Porque de todas las cosas no-muertas en el Overlook, ella había sido la peor.

La parte racional de su pensamiento le decía que la mujer no era más que un fragmento de pesadilla no recordada que le había perseguido más allá del sueño y a través del pasillo hasta el cuarto de baño. Esa parte insistía en que si volvía a abrir la puerta, no habría nada ahí dentro. Seguro que no habría nada, ahora que estaba despierto. Sin embargo, otra parte de él, una parte que resplandecía, sabía más. El Overlook no había acabado con él. Al menos uno de sus espíritus vengativos le había seguido la pista hasta Florida. Una vez se había encontrado a esa mujer despatarrada en una bañera. Había salido e intentado estrangularle con sus (terriblemente fuertes) dedos apestosos. Si ahora abría la puerta del cuarto de baño, ella concluiría el trabajo.

Se arriesgó a arrimar una oreja a la puerta. Al principio no oyó nada. Pero entonces oyó un ruido muy débil.

Uñas de dedos muertos arañando la madera.

Danny caminó hasta la cocina con piernas ausentes, se subió a una silla y orinó en el fregadero. A continuación despertó a su madre y le dijo que no utilizara el cuarto de baño porque dentro había una cosa mala. A continuación, regresó a la cama y se hundió bajo las sábanas. Quería quedarse ahí para siempre, levantarse únicamente para hacer pis en el fregadero. Ahora que había avisado a su madre, no tenía ningún interés en hablar con ella.

Para su madre, lo de no hablar no era nuevo. Ya había sucedido antes, después de que Danny se aventurase en la habitación 217 del Overlook.

—¿Hablarás con Dick?

Tendido en la cama, alzando la vista hacia ella, asintió con un movimiento de cabeza. Su madre llamó por teléfono, pese a que eran las cuatro de la madrugada.

Al día siguiente, tarde, llegó Dick. Llevaba algo. Un regalo.

4

Después de que Wendy telefoneara a Dick —se aseguró de que su hijo la oyera—, Danny volvió a dormirse. Aunque ya tenía ocho años e iba a tercer curso, se estaba chupando el pulgar. A ella le dolió ver que hacía eso. Fue al cuarto de baño y se quedó inmóvil mirando la puerta. Tenía miedo —Danny la había asustado—, pero necesitaba entrar y no pensaba orinar en el fregadero como su hijo. Imaginarse a sí misma haciendo equilibrios en el borde de la encimera con el trasero suspendido sobre la porcelana (aunque no hubiera nadie allí para verla) le hizo arrugar la nariz.

En una mano empuñaba el martillo de su pequeña caja de herramientas de viuda. Lo alzó al tiempo que giraba el pomo y abría la puerta del baño. No había nadie, por supuesto, pero la tapa del váter estaba bajada. Nunca la dejaba así antes de irse a la cama porque sabía que si Danny entraba, solo un diez por ciento despierto, era muy fácil que se olvidara de levantarla y que lo pusiera todo perdido de pis. Además, se notaba cierto olor. Un olor malo. Como si una rata se hubiera muerto entre las paredes.

Dio un paso, luego otro. Vislumbró un movimiento y giró sobre sus talones, el martillo en alto, para golpear a quien fuera

(o lo que fuese)

que se escondiera detrás de la puerta. Pero era solo su sombra. Asustada de su propia sombra, a veces la gente se mofaba, pero ¿quién tenía más razones para asustarse que Wendy Torrance? Después de todas las cosas que había visto y por las que había pasado, sabía que las sombras podían ser peligrosas. Podían tener dientes.

No había nadie en el cuarto de baño, pero detectó una mancha descolorida en la taza del váter y otra en la cortina de la ducha. Excrementos, fue lo primero que pensó, pero la mierda no tenía ese color púrpura amarillento. Miró más de cerca y distinguió trozos de carne y piel putrefactos. Había más en la alfombrilla de baño, con forma de pisadas. Pensó que eran demasiado pequeñas —demasiado delicadas— para ser de un hombre.

—Oh, Dios mío —musitó.

Al final terminó usando el fregadero.

5

Wendy logró sacar a su hijo de la cama a mediodía. Consiguió que comiera un poco de sopa y medio sándwich de mantequilla de cacahuete, pero después volvió a acostarse. Seguía sin querer hablar. Hallorann apareció poco después de las cinco, al volante de su ahora antiguo (aunque bien conservado y cegadoramente reluciente) Cadillac rojo. Wendy se había apostado tras la ventana, a la espera y expectante, como en otro tiempo esperara expectante la llegada de su marido, con la esperanza de que Jack volviera a casa de buen humor. Y sobrio.

Corrió escaleras abajo y abrió la puerta justo cuando Dick estaba a punto de tocar el timbre donde ponía TORRANCE 2A. El hombre extendió los brazos y ella se lanzó a ellos de inmediato, deseando permanecer envuelta allí por lo menos una hora. Quizá dos.

Él la soltó y la cogió por los hombros con los brazos estirados del todo.

—Tienes un aspecto estupendo, Wendy. ¿Cómo está el hombrecito? ¿Ha vuelto a hablar?

—No, pero contigo hablará. Aunque al principio no lo haga en voz alta, tú podrás… —En lugar de concluir la frase, amartilló una pistola imaginaria con los dedos y apuntó a su frente.

—No necesariamente —repuso Dick. Su sonrisa mostró una nueva y brillante dentadura postiza. El Overlook se había cobrado la mayoría de sus dientes la noche en que explotó la caldera. Jack Torrance blandía el mazo que se llevó la prótesis dental de Dick y la capacidad de Wendy para andar sin una ligera cojera, pero ambos comprendían que en realidad el culpable había sido el hotel—. Es muy poderoso, Wendy, me bloqueará si quiere. Lo sé por propia experiencia. Además, será mejor que hablemos con la boca. Mejor para él. Ahora cuéntame todo lo que ha pasado.

Después de hacerlo, Wendy le enseñó el cuarto de baño. Había dejado las manchas para que él las viera, como un agente de policía preservaría la escena de un crimen hasta que apareciera el equipo forense. Y allí se había cometido un crimen, sí. Un crimen contra su chico.

Dick examinó los restos durante un buen rato, sin tocarlos, y luego asintió con la cabeza.

—Vamos a ver si Danny ya se ha despertado.

Seguía acostado, pero el corazón de Wendy se iluminó ante la expresión de alegría de su hijo al ver quién estaba sentado a su lado en la cama sacudiéndole el hombro.

(eh Danny te he traído un regalo)

(no es mi cumpleaños)

Wendy los observó, consciente de que estaban hablando pero ignorando de qué.

—Levántate, cariño —dijo Dick—. Vamos a dar un paseo por la playa.

(Dick ella ha vuelto la señora Massey de la habitación 217 ha vuelto)

Dick volvió a sacudirle el hombro.

—Dilo en voz alta, Dan. Estás asustando a tu madre.

—¿Cuál es mi regalo? —preguntó Danny.

—Eso está mejor. —Dick sonrió—. Me gusta oírte, y a Wendy también.

—Sí. —Fue todo lo que ella se atrevió a decir. De lo contrario, habrían oído el temblor de su voz y se habrían preocupado. No quería eso.

—Mientras estemos fuera, a lo mejor quieres limpiar un poco el cuarto de baño —le dijo Dick—. ¿Tienes guantes de cocina?

Ella asintió con la cabeza.

—Bien. Póntelos.

6

La playa estaba a tres kilómetros. Sórdidos chiringuitos playeros —franquicias de pasteles, puestos de perritos calientes, tiendas de regalos— rodeaban el aparcamiento, pero era fin de temporada y ninguno hacía mucho negocio. Tenían la playa casi para ellos solos. En el trayecto desde el apartamento, Danny había llevado su regalo —un paquete rectangular, bastante pesado, envuelto en papel plateado— en el regazo.

—Podrás abrirlo después de que charlemos un rato —dijo Dick.

Caminaron al borde de las olas, donde la arena estaba dura y brillante. Danny andaba despacio, pues Dick era bastante viejo. Algún día moriría. Tal vez incluso pronto.

—Tengo intención de aguantar unos cuantos años más —aseguró Dick—. No te preocupes por eso. Ahora cuéntame lo que pasó anoche. No te dejes nada.

No le llevó demasiado. Lo difícil habría sido hallar las palabras para describir el terror que sentía en ese preciso momento, y cómo se enmarañaba en una sofocante sensación de certidumbre: ahora que la mujer lo había encontrado, nunca se iría. Sin embargo, tratándose de Dick, no necesitó palabras, aunque encontró algunas.

—Ella volverá. Sé que volverá. Volverá y volverá hasta que me atrape.

—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?

Aunque sorprendido por el cambio de rumbo en la conversación, Danny asintió. Hallorann había sido quien les había hecho, a él y a sus padres, la visita guiada en su primer día en el Overlook. Hacía muchísimo de aquello, o eso parecía.

—¿Y te acuerdas de la primera vez que hablé dentro de tu cabeza?

—Claro que sí.

—¿Qué te dije?

—Me preguntaste si quería irme a Florida contigo.

—Exacto. ¿Y cómo te sentiste al saber que ya no estabas solo, que no eras el único?

—Genial —dijo Danny—. Fue genial.

—Sí —asintió Hallorann—. Sí, por supuesto.

Caminaron en silencio durante un rato. Algunos pajarillos —piolines, los llamaba la madre de Danny— revoloteaban entrando y saliendo del oleaje.

—¿Nunca te extrañó que me presentara justo cuando me necesitabas? —Dick miró a Danny y sonrió—. No. Claro que no. ¿Por qué iba a extrañarte? Eras un niño, pero ahora eres un poco mayor. En algunos aspectos, mucho mayor. Escúchame, Danny. El mundo tiene sus mecanismos para mantener las cosas en equilibrio. Eso es lo que creo. Hay un dicho: Cuando el alumno esté preparado, aparecerá el maestro. Yo fui tu maestro.

—Eras mucho más que eso —dijo Danny. Cogió a Dick de la mano—. Eras mi amigo. Nos salvaste.

Dick pasó por alto ese comentario… o eso pareció.

—Mi abuela también tenía el resplandor. ¿Te acuerdas de que te lo conté?

—Sí. Dijiste que tú y ella manteníais largas charlas sin siquiera abrir la boca.