El cielo es azul, la tierra blanca

La luna y las pilas
Oficialmente se llamaba profesor Harutsuna Matsumoto, pero yo lo llamaba «maestro». Ni «profesor», ni «señor». Simplemente, «maestro». Me había dado clase de japonés en el instituto. Puesto que no fue mi tutor ni me entusiasmaban sus clases, no conservaba ningún recuerdo significativo suyo. No había vuelto a verlo desde que me gradué.

Empezamos a tratarnos a menudo cuando coincidimos, hace unos cuantos años, en una taberna frente a la estación. El maestro estaba sentado a la barra, tieso como un palo.

—Atún con soja fermentada, raíz de loto salteada y chalota salada —pedí, y me senté a la barra.

Casi al unísono, el viejo estirado que estaba a mi lado dijo:

—Chalota salada, raíz de loto salteada y atún con soja fermentada.

Al darme cuenta de que teníamos los mismos gustos, me volví y él también me miró. Mientras intentaba recordar dónde había visto aquella cara, empezó a hablarme.

—Eres Tsukiko Omachi, ¿verdad?

Cuando asentí, sorprendida, siguió hablando.

—No es la primera vez que te veo por aquí.

—Ya —repuse, y lo observé con más atención. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado, y vestía una camisa de corte clásico y un chaleco gris. Frente a él había una botella de sake, un plato con un pedacito de ballena y un tazón donde solo quedaban restos de algas. Mi asombro fue mayúsculo al comprobar que al viejo y a mí nos gustaban los mismos aperitivos. Entonces fue cuando lo recordé en el instituto, de pie en la tarima del aula. Siempre llevaba el borrador en una mano y la tiza en la otra. Escribía en la pizarra citas clásicas como: «Nace la primavera, el rocío del alba», y las borraba cuando apenas habían pasado cinco minutos. Ni siquiera soltaba el borrador al volverse para dar alguna explicación a los alumnos. Era como un apéndice de la palma de su mano izquierda.

—Las mujeres no suelen frecuentar solas lugares como este —comentó, mientras mojaba el último pedacito de ballena en vinagreta de soja y se lo llevaba a la boca con los palillos.

—Ya —murmuré.

Vertí un poco de cerveza en mi vaso. Yo sabía que él había sido profesor mío en el instituto, pero no recordaba su nombre. En cambio, él era capaz de acordarse del nombre de una simple alumna, hecho que me maravillaba y desconcertaba a partes iguales. Apuré la cerveza de un trago.

—En aquella época llevabas trenza.

—Ya.

—Me acordé al verte