El Resplandor

PRIMERA PARTE

PRELIMINARES

  1. ENTREVISTA DE TRABAJO

Menudo empleaducho engreído, pensó Jack Torrance.

Ullman no pasaría de un metro sesenta y cinco de estatura, y al moverse lo hacía con la melindrosa rapidez propia de los hombres bajos y obesos. La raya del pelo era milimétrica, y vestía un traje oscuro, sobrio, aunque reconfortante. Aquel traje parecía invitar a las confidencias cuando se trataba de un cliente cumplidor, pero transmitía un mensaje más lacónico al ayudante contratado: «más vale que sea usted eficiente». Llevaba un clavel rojo en la solapa, probablemente para que por la calle nadie confundiera a Stuart Ullman con el empresario de pompas fúnebres.

Mientras hablaba, Jack pensó que, en aquellas circunstancias, probablemente a nadie le habría gustado estar al otro lado de la mesa.

Ullman le había hecho una pregunta, sin que él alcanzara a oírla. Mala suerte, se dijo. Ullman era una de esas personas capaces de archivar en su computadora mental los errores de este tipo para tenerlos en cuenta más adelante.

–¿Qué decía?

–Le preguntaba si su mujer conoce realmente el trabajo que ha de hacer aquí. También está su hijo, por supuesto –echó un vistazo a la solicitud que tenía ante sí– … Daniel. ¿A su esposa no le asusta la idea?

–Wendy es una mujer extraordinaria.

–¿Su hijo también lo es?

Jack esbozó una amplia sonrisa de «relaciones públicas».

–Creemos que sí. Para sus cinco años es un chico bastante seguro de sí mismo.

Ullman no le devolvió la sonrisa. Guardó la solicitud de Jack en una carpeta, que fue a parar a un cajón. La mesa quedó completamente despejada, salvo por un secante, un teléfono, una lámpara y una bandeja de Entradas/Salidas, también vacía.

Ullman se levantó y se dirigió hacia el archivador, colocado en un rincón.

–Por favor, acérquese, señor Torrance. Vamos a ver los planos del hotel.

Volvió con cinco hojas grandes, que desplegó sobre la brillante superficie de nogal del escritorio. Jack se quedó de pie junto a él, y percibió claramente el olor de la colonia de Ullman. «Mis hombres usan English Leather, o no usan nada.» El anuncio le vino a la mente sin motivo alguno, y tuvo que morderse la lengua para dominar un acceso de risa. Desde el otro lado de la pared, llegaban débilmente los ruidos de la cocina del hotel Overlook. Al parecer, estaban terminando el servicio de comidas.

–La última planta –comentó Ullman–, es el desván. En la actualidad no hay más que trastos. El Overlook ha cambiado de manos varias veces desde la guerra, y parece que cada uno de los directores echó en el desván todo lo que no quería. Quiero que pongan ratoneras y cebos envenenados. Algunas camareras de la tercera planta aseguran que han oído ruidos ahí arriba. Aunque no lo creo, no debe haber una sola oportunidad entre cien de que una rata se aloje en el Overlook.

Jack, que sospechaba que todos los hoteles del mundo alojaban al menos un par de ratas, guardó silencio.

–Por supuesto, no dejará que su hijo suba al desván bajo ninguna circunstancia.

–No –convino Jack, y volvió a sonreír afablemente. Qué situación más humillante, pensó. ¿Acaso este empleaducho engreído cree que dejaré jugar a mi hijo en un desván con ratoneras, atestado de trastos y de sabe Dios qué otras cosas?

Ullman apartó el plano del desván y lo puso debajo de los otros.

–El Overlook tiene ciento diez habitaciones –anunció con solemnidad–. Treinta de ellas, todas suites, están en la tercera planta; diez en el ala oeste (incluyendo la suite presidencial), diez en el centro y las otras diez en el ala este. Todas ellas tienen una vista estupenda.

¿No podrías, por lo menos, interrumpir tu discurso?, se preguntó, pero guardó silencio, ya que necesitaba el empleo.

Ullman puso el plano de la tercera planta debajo de los demás y los dos examinaron el de la segunda.

–Cuarenta habitaciones –prosiguió Ullman–, treinta dobles y diez individuales. Y en la primera planta, veinte de cada clase. Además, hay tres armarios de ropa blanca en cada planta, un almacén en el extremo este de la segunda planta y otro en el extremo oeste de la primera. ¿Alguna pregunta?

Jack negó con la cabeza y Ullman guardó los planos de la primera y segunda planta.

–Bueno, ahora la planta baja. Aquí, en el centro, está el mostrador de recepción; detrás de él la administración. El vestíbulo mide veinticinco metros a cada lado del mostrador. En el ala oeste están el comedor Overlook y el salón Colorado. El salón de banquetes y el de baile ocupan el ala este. ¿Alguna pregunta?

–Sólo referente al sótano, que para el vigilante de invierno es el lugar más importante –respondió Jack–. Vamos, donde se desarrolla la acción…

–Todo eso se lo enseñará Watson. El plano de los sótanos está en la pared del cuarto de calderas –frunció el entrecejo con aire de importancia, quizá dando a entender que, como director, no le concernían aspectos del funcionamiento del Overlook tan terrenales como las calderas y la fontanería–. Tal vez no sea mala idea poner algunas ratoneras también ahí abajo. Espere un minuto…

Garabateó una nota en un bloc que sacó del bolsillo interior de la chaqueta (cada hoja llevaba en bastardilla la inscripción «De la mesa de Stuart Ullman»), arrancó la hoja y la dejó en el apartado de «Salidas» en la bandeja. El bloc pareció desaparecer en su bolsillo, como si acabara así un truco de magia. Ahora lo ves, ahora no lo ves. Este tipo es un verdadero artista, pensó Jack.

Volvieron a la posición del principio, Ullman detrás de la mesa del despacho y Jack frente a él, entrevistador y entrevistado, solicitante y patrón reacio. Éste entrecruzó sus pulcras manos sobre el papel secante y miró fijamente a Jack; Ullman era un hombre menudo y calvo, con traje de banquero y discreta corbata gris. La flor que lucía en la solapa contrastaba con una pequeña insignia, sobre la que se leía en pequeñas letras doradas: PERSONAL.

–Francamente, señor Torrance, Albert Shockley es un hombre muy poderoso. Tiene grandes intereses en el Overlook… que por primera vez en su historia ha dado beneficios en la última temporada. El señor Shockley pertenece también al Consejo de Administración, pero no es hombre de hostelería, y él sería el primero en admitirlo. Ahora bien, en lo que respecta a este asunto del vigilante, ha expresado claramente sus deseos: quiere que le contratemos a usted, y así lo haré. Pero de haber tenido libertad de acción en esta cuestión, yo jamás le habría admitido.

Sudorosas, luchando una con otra, las manos de Jack se trababan tensamente. Empleaducho engreído, maldito cretino, se dijo.

–No creo que le importe mucho mi opinión, señor Torrance, ni a mí me interesa la suya. Sin duda sus sentimientos hacia mí no tienen nada que ver con mi convicción de que no es usted el hombre adecuado para este trabajo. Durante la temporada que va del quince de mayo al treinta de septiembre, el Overlook emplea a ciento diez personas en dedicación completa; es decir, una por cada habitación del hotel. No creo que a muchos de ellos les caiga simpático, y sospecho que algunos me consideran un tanto odioso. Puede que tengan razón al opinar así de mi carácter; para administrar este hotel de la manera que merece, tengo que ser un poco odioso.

Miró a Jack en espera de que hiciera algún comentario, pero se limitó a desplegar su sonrisa de «relaciones públicas», amplia e insultantemente llena de dientes.

–El Overlook –explicó Ullman– fue construido entre 1907 y 1909. La ciudad más próxima es Sidewinder, situada a sesenta y cinco kilómetros al este de aquí, por carreteras que desde finales de octubre o noviembre quedan bloqueadas hasta abril. Lo construyó un hombre llamado Robert Townley Watson, el abuelo de nuestro actual encargado de mantenimiento. Aquí se han alojado los Vanderbilt, los Rockefeller, los Astor y los Du Pont. Y la suite presidencial la han ocupado cuatro presidentes: Wilson, Harding, Roosevelt y Nixon.

–De Harding y Nixon no estaría tan orgulloso –murmuró Jack.

Ullman frunció el entrecejo con indiferencia.

–Para el señor Watson fue excesivo, de manera que vendió el hotel en 1915. Volvió a ser vendido en 1922, 1929 y 1936, y estuvo vacante hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. Luego fue adquirido y completamente renovado por Horace Derwent, millonario inventor, piloto,